martes, 29 de julio de 2014

Bajo la misma estrella: Capitulo 3


Capitulo 3

Aquella noche me quedé hasta muy tarde leyendo El precio del amanece.(Os fastidio el final: el precio del amanecer es sangre.) No era Un dolor imperial, pero el protagonista, el sargento Max Mayhem, no era del todo antipático pese a matar, según mis cuentas, a como mínimo ciento dieciocho personas en doscientas ochenta y cuatro páginas.
A la mañana siguiente, jueves, me levanté tarde. Mi madre nunca me despertaba, porque uno de los requisitos del enfermo profesional es dormir mucho, de modo que al principio, cuando me desperté sobresaltada con sus manos en mis hombros, me quedé un poco confundida. 
—Son casi las diez —me dijo.
—Dormir va bien para el cáncer —le contesté—. Me quedé leyendo hasta muy tarde.
—Debe de ser un libro bueno —me dijo.
Se arrodilló junto a la cama y me desenroscó del gran concentrador rectangular de oxígeno, al que yo llamaba Philip, porque tenía pinta de llamarse Philip. Mi madre me enganchó a una bombona portátil y me recordó que tenía clase.
—¿Te lo ha pasado ese chico? —me preguntó de repente.
—¿Te refieres al herpes?
—Te pasas —me dijo mi madre—. Al libro, Hazel. Me refiero al libro.
—Sí, me lo ha pasado él.
—Juraría que te gusta —me dijo alzando las cejas, como si a aquella conclusión solo pudiera llegar el instinto de una madre.
Me encogí de hombros.
—Te dije que el grupo de apoyo te compensaría.
—¿Estuviste esperando fuera todo el rato?
—Sí. Llevaba algo para leer. Bueno, ha llegado el momento de plantarle cara al día, jovencita.
—Mamá, tengo sueño, y cáncer, y tengo que luchar contra él.
—Lo sé, cariño, pero tienes que ir a clase. Además hoy es…
Mi madre no podía disimular su alegría.
—¿Jueves?
—¿De verdad lo has olvidado?
—Puede ser.
—¡Es jueves, 29 de marzo! —exclamó con una sonrisa de loca dibujada en su cara.
—¡Ya veo que te entusiasma saber qué día es! —dije también yo a gritos.
—¡HAZEL! ¡ES TU MEDIO TREINTA Y TRES CUMPLEAÑOS!
—Ohhhhhh —dije.
Mi madre era toda una especialista en celebraciones. ¡ES EL DÍA DE ÁRBOL! ¡VAMOS A ABRAZAR ÁRBOLES Y A COMER PASTEL! ¡COLÓN TRAJO LA VIRUELA A LOS NATIVOS, ASÍ QUE TENEMOS QUE REMEMORAR LA OCASIÓN CON UN PICNIC!, etcétera.
—Bueno, pues feliz medio treinta y tres cumpleaños para mí.
—¿Qué quieres hacer en este día tan especial?
—¿Volver de clase y batir el récord mundial de ver episodios seguidos de Top Chef.
Mi madre alzó el brazo hacia un estante por encima de mi cama y cogió a Bluie, el oso azul de peluche que me habían regalado cuando tenía más o menos un año, en aquellos tiempos en que era políticamente correcto llamar a los amigos por su color.
—¿No quieres ir al cine con Kaitlyn, con Matt o con quien sea? Kaitlyn y Matt eran amigos míos.
Era una buena idea.
—Claro —le contesté—. Voy a mandarle un mensaje a Kaitlyn para preguntarle si quiere ir al centro comercial o a algún sitio después de clase.
Mi madre sonrió y apretó el oso contra su barriga.
—¿Todavía se lleva eso de ir al centro comercial? —me preguntó.
—Me siento muy orgullosa de no saber lo que se lleva —le respondí.
***
Mandé un mensaje a Kaitlyn, me duché, me vestí y mi madre me llevó a la facultad. Tenía clase de literatura estadounidense, una conferencia de hora y media sobre Frederick Douglass en un auditorio casi vacío, y me resultaba increíblemente difícil no quedarme dormida. A los cuarenta minutos de empezada la clase, Kaitlyn me contestó al mensaje.
Flipante. Feliz medio cumpleaños. Castleton a las 15.32?
La vida social de Kaitlyn era tan agitada que tenía que organizársela al minuto. Le respondí:
Perfecto. Estaré en la zona de los restaurantes.
***
Mi madre me llevó en coche directamente de la facultad a la librería del centro comercial, donde compré Amanecer de medianoche y Réquiem porMayhem, la segunda y tercera partes de El precio del amanecer, y después me dirigí a la enorme zona de los restaurantes y me compré una Coca-Cola light. Eran las 15.21.
Mientras leía, observé a dos niños jugando en un barco pirata del parque infantil. Se arrastraban por el túnel una y otra vez, y nunca parecían cansarse, lo que me hizo pensar en Augustus Waters y en los tiros libres angustiados. Mi madre estaba también en la zona de los restaurantes, sola, sentada en una esquina desde la que pensaba que no podía verla, comiéndose un bocadillo de carne con queso y leyendo unos papeles. Seguramente cosas médicas. El papeleo era interminable.
A las 15.32 en punto vi a Kaitlyn pasando a grandes zancadas por delante de la Wok House. Me vio en el momento en que levanté la mano, me lanzó una sonrisa, que dejó al descubierto sus dientes blanquísimos y recién arreglados, y vino hacia mí. Llevaba un abrigo gris hasta las rodillas, que le sentaba muy bien, y unas gafas de sol enormes. Se las colocó sobre la cabeza mientras se inclinaba para abrazarme.
—¿Cómo estás, guapa? —me preguntó con acento ligeramente británico.
A nadie le parecía que su acento era extraño o desagradable. Sencillamente,
Kaitlyn era una supersofisticada británica de la jet set de veinticinco años en el
cuerpo de una chica de dieciséis de Indianápolis. Todo el mundo lo aceptaba.
—Bien, ¿y tú?
—Ya ni lo sé. ¿Es light?
Asentí y le pasé la Coca-Cola. Sorbió por la pajita.
—Ojalá estuvieras en la escuela últimamente. Algunos chicos están ahora de lo más apetecible.
—¿En serio? ¿Quiénes? —le pregunté.
Me nombró a cinco chicos con los que habíamos ido a clase en primaria, pero no recordaba a ninguno de ellos.
—He salido unas cuantas veces con Derek Wellington —me dijo—, aunque no creo que dure. Es un crío. Pero dejemos ya mi vida. ¿Qué hay de nuevo en los mundos de Hazel?
—La verdad es que nada —le contesté.
—¿La salud qué tal?
—Como siempre, supongo.
—¡Phalanxifor! —exclamó sonriendo—. Entonces vivirás para siempre, ¿no?
—No creo que para siempre —le contesté.
—Pero casi —me dijo—. ¿Más novedades?
Pensé en contarle que también yo estaba saliendo con un chico, o al menos que había visto una película con él, porque sabía que le sorprendería que una chica tan desaliñada, torpe y raquítica como yo pudiera ganarse las simpatías de un chico, aunque fuera por poco tiempo, pero la verdad es que no tenía mucho de lo que presumir, así que me limité a encogerme de hombros.
—¿Qué demonios es eso? —me preguntó Kaitlyn señalando el libro.
—Ah, es ciencia ficción. Estoy aficionándome. Es una serie.
—Miedo me das. ¿Vamos a comprar?
***
Fuimos a una zapatería. Mientras comprábamos, Kaitlyn no dejaba de señalar zapatos bajos y abiertos, y de decirme: «Estos te sentarían de maravilla», lo que me recordó que Kaitlyn nunca llevaba zapatos abiertos, porque odiaba sus pies. Creía que tenía los índices demasiado largos, como si los índices fueran una ventana que daba al alma o algo así. Por eso, cuando le señalé unas sandalias que iban muy bien con el tono de su piel, me dijo: «Sí, pero…», y el pero significaba que dejarían al aire sus espantosos índices.
—Kaitlyn, eres la única persona que conozco con dismorfia en los dedos del pie —le dije.
—¿Qué es eso? —me preguntó.
—Pues como cuando te miras en el espejo y lo que ves no es lo que realmente es.
—Vaya —me dijo—. ¿Estos te gustan?
Me mostró un par de merceditas monas, aunque nada del otro mundo. Asentí, buscó su número y se las probó. Recorrió el pasillo de punta a punta mirándose los pies en los espejos angulares. Luego cogió unos zapatos con plataforma.
—¿Se puede andar con esto? Vaya, yo directamente me moriría.
De repente se calló y me miró como pidiéndome perdón, como si fuera un crimen mencionar la muerte ante un moribundo.
—Deberías probártelos —siguió diciendo para disimular su incomodidad.
—Antes me muero —le aseguré.
Acabé eligiendo unas chanclas por comprar algo. Luego me senté en un banco frente a una estantería de zapatos y observé a Kaitlyn serpenteando por los pasillos, comprando con una intensidad y una concentración propias de un jugador de ajedrez profesional. Me apetecía sacar Amanecer de medianoche y leer un rato, pero sabía que sería grosero, de modo que me limité a observar a Kaitlyn. De vez en cuando se acercaba a mí aferrando unos zapatos cerrados a modo de presa, me preguntaba: «¿Estos?», y yo intentaba hacer un comentario inteligente sobre los zapatos. Al final compró tres pares, y yo me llevé mis chanclas.
—¿Vamos a Anthropologie? —me preguntó mientras salíamos.
—La verdad es que debería volver a casa —le contesté—. Estoy un poco cansada.
—Claro, claro —me dijo—. Tengo que verte más a menudo.
Apoyó las manos en mis hombros, me besó en las mejillas y se marchó meneando sus estrechas caderas.
Pero no volví a casa. Le había dicho a mi madre que pasara a recogerme a las seis y, aunque suponía que estaba en el centro comercial o en el aparcamiento, quería las dos horas que me quedaban para mí. Me llevaba bien con mi madre, pero el hecho de que se pasara el día pegada a mí me ponía a veces de los nervios. Y Kaitlyn también me caía bien, de verdad, aunque, como hacía tres años que no pasaba el día con mis compañeros de clase, sentía cierta distancia insalvable entre nosotras. Creo que mis compañeros querían ayudarme a sobrellevar el cáncer, pero al final se dieron cuenta de que no podían, y por una razón: el cáncer no se sobrelleva. Por eso me excusaba en el dolor y el cansancio, como había hecho a menudo en los últimos años cuando quedaba con Kaitlyn o con cualquiera de mis amigos. La verdad es que siempre sentía dolor. Siempre me duele no respirar como una persona normal, tener que recordar todo el tiempo a tus pulmones que sean pulmones, obligarte a aceptar que el dolor de la infraoxigenación, que te araña y te desgarra por dentro, es inevitable. De modo que, en sentido estricto, no mentía. Sencillamente, elegía qué verdad decir.
Encontré un banco junto a una tienda de objetos de regalo irlandeses, el Fountain Pen Emporium, y otra de gorras de béisbol, en un rincón del centro comercial en el que Kaitlyn nunca compraría, y empecé a leer Amanecer de medianoche. Aparecía un cadáver prácticamente en cada frase, y empecé a devorar el libro sin levantar siquiera los ojos. Me gustó el sargento Max Mayhem, aunque no era un personaje demasiado coherente, pero lo que más me gustaba era que no dejaba de vivir aventuras. Siempre había malos a los que matar y buenos a los que salvar. Empezaban nuevas guerras antes de haber ganado las antiguas. No había leído una serie de este tipo desde que era niña, y me entusiasmaba volver a sumergirme en la infinita ficción.
A veinte páginas del final de Amanecer de medianoche las cosas empezaron a ponerse crudas para Mayhem, porque le pegaron diecisiete tiros mientras intentaba rescatar a una rehén (rubia y estadounidense) capturada por el enemigo. Pero no me desesperé. La guerra seguiría sin él. Podría haber —y habría— secuelas protagonizadas por su equipo: el cabo Manny Loco, el soldado Jasper Jacks y los demás.
Había llegado casi al final cuando apareció frente a mí una niña con trenzas.
—¿Qué tienes en la nariz? —me preguntó.
—Se llama cánula —le contesté—. Estos tubos me dan oxígeno y me ayudan a respirar.
Su madre llegó corriendo.
—Jackie —le dijo con tono de reproche.
—No hay problema —le comenté.
Porque realmente no había problema.
—¿Pueden ayudarme a respirar también a mí? —me preguntó Jackie.
—Ni idea. Vamos a probarlo.
Me saqué la cánula y dejé que Jackie se la pegara a la nariz y respirara.
—Hace cosquillas.
—Ya lo sé. ¿Funciona?
—Creo que respiro mejor —me contestó.
—¿Sí?
—Sí.
—Bueno, ojalá pudiera dártelos, pero la verdad es que los necesito —le dije.
Estaba sintiendo ya su ausencia. Me concentré en respirar mientras Jackie me devolvía los tubos. Los limpié un poco con mi camiseta, me los pasé por detrás de las orejas y me los introduje de nuevo en la nariz.
—Gracias por dejarme probarlos —me dijo la niña.
—De nada.
—Jackie —volvió a decir su madre.
Esta vez dejé que se marchara.
Volví al libro. El sargento Max Mayhem se lamentaba de tener una sola vida que dar por su patria, pero yo seguí pensando en la niña, que me había caído muy bien. Creo que otro problema con Kaitlyn era que ya no podría volver a hablar con ella con naturalidad. Todo intento de fingir interacciones sociales normales era deprimente, porque era absolutamente obvio que todas las personas con las que hablara hasta el fin de mis días se sentirían incómodas y cohibidas conmigo, excepto quizá los niños como Jackie, que no sabían nada del tema.
En cualquier caso, la verdad es que me gustaba estar sola. Me gustaba estar a solas con el pobre sargento Max Mayhem, que… Oh, vamos, no va a sobrevivir a los diecisiete tiros, ¿verdad?

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