martes, 29 de julio de 2014

Bajo la misma estrella: Capitulo 5


CAPITULO 5


No volví a hablar con Augustus en casi una semana. La noche de los trofeos rotos lo había llamado yo, así que lo normal en estos casos era esperar a que me llamara él. Pero no lo hizo. Sin embargo, no me pasaba todo el día con el teléfono en la mano sudorosa, mirándolo fijamente, vestida con mis mejores galas y esperando pacientemente a que mi caballero estuviera a la altura de su nombre. Seguí con mi vida. Una tarde quedé con Kaitlyn y su novio (mono, pero nada augusto, la verdad) a tomar un café, ingerí mi dosis diaria de Phalanxifor, fui tres mañanas a mis clases de la facultad, y cada noche me senté a cenar con mis padres.
El domingo por la noche cenamos pizza de pimiento verde y brócoli. Estábamos en la cocina, sentados alrededor de nuestra pequeña mesa redonda, cuando empezó a sonar mi móvil, pero no pude ir a ver quién era porque en casa teníamos la estricta norma de no contestar al teléfono mientras cenábamos. Comí un poco mientras mis padres charlaban sobre el terremoto que acababa de asolar Papúa Nueva Guinea. Se habían conocido allí, en el Cuerpo de Paz, así que cada vez que sucedía algo en Papúa Nueva Guinea, por terrible que fuera, era como si de pronto ya no fueran criaturas maduras y sedentarias, sino los jóvenes idealistas, autosuficientes y fuertes que habían sido en otros tiempos. Se quedaron tan embelesados que ni siquiera me miraban mientras yo comía más deprisa que nunca, trasladando los alimentos del plato a mi boca a una velocidad y con una furia que casi me dejaron sin aliento, lo que por supuesto hizo que me preocupara la posibilidad de que mis pulmones volvieran a nadar en una piscina cada vez más llena de líquido. Me quité la idea de la cabeza como pude. En dos semanas tenía hora para que me hicieran un escáner PET. Si algo no iba bien, pronto lo descubriría. No ganaba nada preocupándome hasta entonces. Pero aun así me preocupaba. Me gustaba ser una persona. Quería seguir adelante. Preocuparse es otro efecto colateral de estar muriéndose.
Acabé por fin la cena y pregunté a mis padres si me disculpaban, pero a duras penas interrumpieron su conversación sobre los puntos fuertes y las debilidades de la infraestructura guineana. Saqué el móvil del bolso, que estaba en la encimera de la cocina, y miré las llamadas perdidas. Augustus Waters.
Salí por la puerta trasera hacia la penumbra. Veía los columpios y pensé en acercarme y columpiarme mientras hablaba con él, pero me pareció que estaban demasiado lejos, porque la cena me había dejado agotada. Me tumbé en la hierba, en un extremo del patio, observé Orión, la única constelación que distinguía, y lo llamé.
—Hazel Grace —me dijo.
—Hola —le contesté—. ¿Qué ta
—Muy bien —me contestó—. Quería llamarte a todas horas, pero he esperado a hacerme una idea coherente en lo relativo a Un dolor imperial.
(Dijo «en lo relativo», de verdad. Este chico…)
—¿Y? —le pregunté.
—Creo que es como… Al leerlo, sigo pensando algo así como… como…
—¿Cómo? —le pregunté para chincharlo.
—¿Como si fuera un regalo? —me preguntó a su vez—. Como si me hubieras regalado algo importante.
—Vaya —respondí en voz baja.
—Decepcionante —añadió—. Lo siento.
—No —le contesté—. No. No lo sientas.
—Pero no acaba.
—No.
—Qué tortura, aunque lo entiendo muy bien. Entiendo que murió o algo así.
—Sí, eso mismo creo yo —le dije.
—De acuerdo, me parece muy bien, pero entre el autor y el lector hay una especie de contrato no escrito, y creo que no acabar un libro infringe ese contrato.
—No lo sé —le contesté, decidida a defender a Peter van Houten—. Según cómo, es de lo que más me gusta del libro. Describe la muerte sinceramente. Te mueres en medio de la vida, en mitad de una frase. La verdad es que quiero saber qué pasa con los demás, por eso se lo pregunté en mis cartas. Pero nunca contesta.
—¿Me dijiste que vivía apartado del mundo?
—Exacto
—Imposible seguirle el rastro.
—Exacto.
—Totalmente inalcanzable —dijo Augustus.
—Desgraciadamente.
—«Querido señor Waters —siguió diciendo Augustus—. Le escribo para agradecerle su correo electrónico, que recibí por medio de la señorita Vliegenthart el 6 de abril, procedente de Estados Unidos, siempre y cuando pueda decirse que la geografía existe en nuestra triunfalmente digitalizada contemporaneidad.»
—Augustus, ¿qué coño es eso?
—Tiene una ayudante —me contestó Augustus—. Lidewij Vliegenthart. La encontré, le mandé un e-mail, y ella se lo entregó. Me ha contestado desde el correo de la chica.
—Vale, vale. Sigue leyendo.
—«Le escribo mi respuesta con tinta y papel, en la gloriosa tradición de nuestros antepasados, y después la señorita Vliegenthart la transcribirá a series de unos y ceros para que viaje por la insípida red en la que últimamente ha quedado atrapada nuestra especie, de modo que le pido disculpas por cualquier error u omisión que pudiera producirse.
»Dada la bacanal de entretenimientos a disposición de los jóvenes de su generación, agradezco a cualquiera, esté donde esté, que reúna las horas necesarias para leer mi librito, pero me siento en deuda en especial con usted,tanto por sus amables palabras sobre Un dolor imperial como por haber dedicado tiempo a decirme que el libro, y aquí lo cito literalmente, “significa mucho” para usted.
»Sin embargo, este comentario me lleva a preguntarme qué significa para usted “significa”. Teniendo en cuenta que nuestra lucha es al final inútil, ¿es el efímero impacto del significado lo que el arte nos ofrece de valioso? ¿O el único valor es pasar el tiempo lo más cómodos posible? ¿Qué tendría que intentar emular una historia, Augustus? ¿Un timbre de alarma? ¿La llamada a las armas? ¿Un goteo de morfina? Por supuesto, como toda pregunta sobre el universo, esta vía de investigación nos obliga inevitablemente a preguntarnos qué significa ser humano y, tomando prestada una frase de los quinceañeros angustiados a los que usted sin duda vilipendia, si todo esto tiene sentido.
»Me temo que no, amigo mío, y que usted se sentiría muy poco estimulado si leyera otros textos míos. Pero responderé a su pregunta: no, no he escrito nada más, ni lo haré. No creo que seguir compartiendo mis pensamientos con lectores vaya a beneficiarlos a ellos, y tampoco a mí. Le agradezco de nuevo su generoso e-mail.
»Se despide atentamente, Peter van Houten, vía Lidewij Vliegenthart.»
—¡Uau! —exclamé—. ¿Lo has escrito tú?
—Hazel Grace, ¿crees que con mi precaria capacidad intelectual podría escribir una carta de Peter van Houten utilizando expresiones como «nuestra triunfalmente digitalizada contemporaneidad»?
—No, no podrías —admití—. ¿Puedes… puedes pasarme su dirección de e-mail?
—Por supuesto —me contestó Augustus como si no fuera el mejor regalo posible.
***
Pasé las siguientes dos horas escribiendo un e-mail a Peter van Houten.
Parecía que cada vez que lo corregía quedaba peor, pero no podía dejar dehacerlo.
Querido señor Peter van Houten
(a través de Lidewij Vliegenthart):
Me llamo Hazel Grace Lancaster. Mi amigo Augustus Waters, que leyó Un dolor imperial por recomendación mía, acaba de recibir un e-mail suyo desde esta dirección. Espero que no le importe que Augustus haycompartido el e-mail conmigo. previsto publicar más libros. Me siento en parte decepcionada, aunque también aliviada, porque así no tendré que preocuparme de si su siguiente libro estará a la altura de la magnífica perfección del primero. Como enferma de un cáncer de estadio IV desde hace tres años, tengo que decirle que en Un dolor imperial todo es perfecto. O al menos para mí. Su libro me cuenta lo que estoy sintiendo incluso antes de que lo sienta, y lo he releído muchísimas veces. preguntas sobre lo que sucede después del final de la novela. Entiendo queel libro termina porque Anna muere o está demasiado enferma para seguir escribiendo, pero realmente me gustaría saber qué pasa con la madre de Anna, si se casa con el Tulipán Holandés, si tiene otro hijo, si sigue viviendo en el número 917 de la W. Temple, etcétera. Me gustaría saber además si el Tulipán Holandés es un impostor o la quiere de verdad. ¿Qué pasa con los amigos de Anna, en especial, Claire y Jake? ¿Siguen juntos? Y por último —soy consciente de que esta es la profunda y sesuda pregunta que siempre esperó que le hicieran sus lectores—, ¿qué le sucede a Sísifo, el Señor van Houten, por su correo a Augustus entiendo que no tiene Sin embargo, me pregunto si le importaría contestarme a un par de hámster? Estas preguntas llevan años obsesionándome, y no sé cuánto tiempo me queda para encontrar las respuestas.que su libro está lleno de cuestiones literariamente importantes, pero de verdad me gustaría mucho saberlo. publicarlo, estaría encantada de leerlo. Le aseguro que leería hasta sus listas de la compra. Sé que no son preguntas importantes desde el punto de vista literario y Y por supuesto, si algún día decide escribir algo más, aunque no quiera
Con toda mi admiración,
Hazel Grace Lancaster
(16 años)
Después de haberlo mandado volví a llamar a Augustus. Estuvimos mucho rato hablando de Un dolor imperial, le leí el poema de Emily Dickinson que Van Houten había utilizado para el título, y él me dijo que leía muy bien en voz alta, aunque no hice demasiada pausa entre los versos, y entonces me dijo que el sexto volumen de El precio del amanecer, La sangre está de acuerdo, empieza citando un poema. Tardó un minuto en encontrar el libro, pero al final me leyó la cita: «Y decirte: tu vida se ha roto. Tu último buen beso lo diste hace muchos años».
—No está mal —le dije—. Un poco pretencioso. Creo que Max Mayhem diría que es una mariconada.
—Sí, y apretaría los dientes, seguro. En este libro Mayhem se pasa el día apretando los dientes. Seguro que, si sale vivo del combate, acabará pillando una disfunción temporomandibular. —Y un segundo después me preguntó—: ¿Cuándo diste tu último buen beso?
Lo pensé. Mis besos —todos antes del diagnóstico— habían sido incómodos y sensibleros, hasta cierto punto siempre parecíamos niños jugando a ser mayores. Pero desde luego había pasado tiempo.
—Hace años —dije por fin—. ¿Y tú?
—Me di unos cuantos buenos besos con mi ex novia, Caroline Mathers.
—¿Hace años?
—El último fue hace menos de un año.
—¿Qué pasó?
—¿Mientras nos besábamos?
—No, contigo y con Caroline.
—Bueno… —me contestó. Y un segundo después—: Caroline ya no participa de la cualidad de ser persona.
—Vaya… —dije yo.
—Sí.
—Lo siento —añadí.
Había conocido a muchas personas que habían muerto, por supuesto, pero nunca había salido con ninguna de ellas. La verdad es que no podía ni imaginármelo.
—No es culpa tuya, Hazel Grace. Solo somos efectos colaterales, ¿verdad?
—«Percebes en el buque de la conciencia» —dije citando Un dolor imperial.
—Sí. Me voy a dormir. Es casi la una.
—Bien —le contesté.
—Bien —me respondió.
Me dio la risa tonta y repetí «Bien». La línea se quedó en silencio, pero no se cortó. Casi sentía que estaba en la habitación conmigo, pero mejor, porque ni yo estaba en mi habitación ni él en la suya, sino que estábamos juntos en algún lugar invisible e indeterminado al que solo podía llegarse por teléfono.

—Bien —dijo después de una eternidad—. Quizá «bien» será nuestro «siempre». 
—Bien —añadí. 
Al final colgó Augustus. 
***
Peter van Houten contestó al e-mail de Augustus a las cuatro horas de habérselo mandado, pero dos días después todavía no había respondido al mío. Augustus me aseguraba que era porque mi e-mail era mejor y exigía pensar bien la respuesta, que Van Houten estaba escribiendo las respuestas a mis preguntas y que su prosa brillante requería tiempo. Pero aun así me preocupé. El miércoles, durante la clase de poesía estadounidense para tontos, recibí un mensaje de Augustus: Isaac ya ha salido del quirófano. Ha ido bien. Oficialmente SEC.
SEC significaba «sin evidencias de cáncer». Unos segundos después me llegó un segundo mensaje.
Bueno, está ciego. Es una pena.
Aquella tarde, mi madre aceptó prestarme el coche para que fuera al Memorial a ver a IsaacEncontré su habitación en la quinta planta. Llamé a la puerta, aunque estabaabierta, y una voz femenina me dijo que entrara. Era una enfermera que estaba haciendo algo en las vendas que cubrían los ojos de Isaac.
—Hola, Isaac —lo saludé.
—¿Mon? —preguntó.
—No, lo siento, no. Soy… Hazel. Bueno… Hazel, la del grupo de apoyo, la Hazel de la noche de los trofeos rotos
—Ah —contestó—. No dejan de repetirme que los demás sentidos se me desarrollarán más para compensar, pero ESTÁ CLARO QUE TODAVÍA NO.
-Hola, Hazel, la del grupo de apoyo. Acércate para que te examine la cara con las manos y vea tu alma más profundamente que cualquier persona con vista.
—Está de broma —me dijo la enfermera.
—Sí, ya me he dado cuenta —le contesté.
Me dirigí a la cama, acerqué una silla, me senté y le cogí de la mano.
—Hola —le dije.
—Hola —me respondió.
Nos quedamos un instante en silencio.
—¿Cómo te encuentras? —le pregunté.
—Bien —me contestó—. No sé.
—¿Qué es lo que no sabes? —le pregunté.
Le miraba la mano porque no quería mirar su rostro con los ojos vendados. Isaac se mordió las uñas, y vi un poco de sangre en los extremos de un par de cutículas.
—Ni siquiera ha venido a verme —me dijo—. No sé, salimos juntos catorce meses. Catorce meses es mucho tiempo. Joder, duele.
Isaac se soltó de mi mano para buscar a tientas la bomba de infusión, que presionó para que le proporcionara una dosis de narcóticos. La enfermera, que había terminado de cambiar el vendaje, retrocedió unos pasos.
—Solo ha pasado un día, Isaac —le dijo con cierto tono condescendiente—. Tienes que darte tiempo para que cicatrice. Y catorce meses no es tanto tiempo, no en el orden del universo. Acabas de empezar, chaval. Ya lo verás.
La enfermera se marchó.
—¿Se ha ido?
Asentí, pero enseguida me di cuenta de que no podía ver mi gesto.
—Sí —respondí.
—¿Ya lo veré? ¿De verdad? ¿Lo ha dicho en serio?
—Cualidades de una buena enfermera: empieza —le dije.
—Uno: no jugar con palabras que tengan que ver con tu discapacidad —contestó Isaac
—Dos: sacar sangre al primer intento —continué yo.
—De verdad, es muy fuerte. ¿Esto es mi puñetera mano o una diana? Tres: no hablar con condescendencia.
—¿Cómo estás, cariño? —le pregunté con tono empalagoso—. Ahora voy pincharte con una aguja. Puede dolerte un poquito.
—¿Está pachuchito mi niño? —añadió Isaac—. En realidad la mayoría son buenas. Es solo que quiero acabar con esto de una puta vez.
—¿Te refieres al hospital?
—Al hospital también —me contestó.
Tensó la boca. Era evidente que le dolía.
—Sinceramente, pienso muchísimo más en Monica que en mi ojo. ¿No es una locura? Es una locura.
—Es un poco locura —admití.
—Pero creo en el amor verdadero. ¿Tú no? Creo que no todo el mundo puede conservar sus ojos, o no ponerse enfermo, o lo que sea, pero todo el mundo debería tener amor verdadero, y debería durar como mínimo toda la vida.
—Sí —le dije.
—A veces deseo que nada de esto hubiera sucedido. Esta historia del cáncer.
Hablaba cada vez más despacio. El medicamento empezaba a hacerle efecto.
—Lo siento —añadí.
—Gus ha estado aquí hace un rato. Estaba aquí cuando me he despertado.
-Se ha saltado las clases. Gus… —Ladeó un poco la cabeza—. Ahora mejor —dijo en voz baja.
—¿El dolor? —le pregunté.
Asintió ligeramente.
—Bien. —Y como soy una zorrona, añadí—: Estabas diciéndome algo de Gus.
Pero ya se había dormido.
Bajé a la tienda de regalos, diminuta y sin ventanas, y pregunté a la decrépita voluntaria que estaba sentada en un taburete detrás de la caja registradora qué flores olían más.
—Todas huelen igual. Las rocían con perfume —me contestó.
—¿En serio?
—Sí, las empapan.
Abrí el refrigerador situado a su izquierda, olí una docena de rosas y después me incliné sobre unos claveles. Olían igual, y además mucho. Los claveles eran más baratos, así que cogí una docena de color amarillo. Mecostaron catorce dólares. Volví a la habitación. Había llegado su madre, que lo tenía cogido de la mano. Era joven y muy guapa.
—¿Eres una amiga? —me preguntó.
Su pregunta me golpeó, como si hubiera sido una de esas preguntas involuntariamente amplias e incontestables.
—Bueno, sí —le contesté—. Soy del grupo de apoyo. Le he traído unas flores.
Las cogió y las dejó sobre sus rodillas.
—¿Conoces a Monica? —me preguntó.
Negué con la cabeza.
—Bueno, está dormido —me dijo.
—Sí. He hablado con él hace un rato, cuando estaban cambiándole el vendaje.
—Me ha fastidiado mucho tener que dejarlo en ese momento, pero tenía que ir a buscar a Graham al colegio —me explicó.
—Ha ido bien —le dije.
La mujer asintió.
—Debería dejarlo dormir —añadí.
La madre de Isaac volvió a asentir, y me marché.
***
A la mañana siguiente me desperté temprano y lo primero que hice fue consultar mi correo.
lidewij.vliegenthart@gmail.com por fin me había contestado
Querida señorita Lancaster:
Temo que ha depositado su fe en un lugar equivocado, pero suele pasar con la fe. No puedo contestar a sus preguntas, al menos no por escrito,porque poner por escrito esas respuestas constituiría la segunda parte de Un dolor imperial, que usted podría publicar o compartir en esa red que ha sustituido los cerebros de su generación. Está el teléfono, pero en ese caso podría grabar la conversación. No es que no confíe en usted, por supuesto, pero no confío en usted. Desgraciadamente, querida Hazel, solo podría responder a este tipo de preguntas en persona, pero usted está allí, y yo estoy aquí. recibir su inesperado correo a través de la señorita Vliegenthart. Es maravilloso saber que hice algo útil para usted, aunque siento ese libro tan distante que me da la impresión de que lo ha escrito otra persona. (El autorde esa novela era muy delgado, muy débil y relativamente optimista.) cuando quiera. Suelo estar en casa. Incluso le permitiré que eche un vistazo a mis listas de la compra. Una vez aclarado este punto, debo confesarle que me ha encantado.No obstante, si alguna vez pasa por Amsterdam, venga a visitarme
Atentamente,
Peter van Houtena través de Lidewij Vliegenthart
—¿CÓMO? —grité—. ¿QUÉ MIERDA DE VIDA ES ESTA?
Mi madre entró corriendo.
—¿Qué pasa?
—Nada —le aseguré.
Todavía nerviosa, mi madre se arrodilló para comprobar si Philip condensaba el oxígeno adecuadamente. Me imaginé sentada en una luminosa cafetería con Peter van Houten, que se apoyaba en los codos, se inclinaba hacia delante y me hablaba en voz baja para que nadie pudiera oír lo que sucedió con los personajes en los que había pasado años pensando. Me había dicho que solo podría decírmelo en persona, y me había invitado a visitarlo en Amsterdam. Se lo expliqué a mi madre.
—Tengo que ir —le dije por fin.
—Hazel, te quiero y sabes que haría cualquier cosa por ti, pero no… no tenemos dinero para viajar al extranjero, y los gastos para conseguir equipo médico allí… Cariño, no es…
—Sí —la interrumpí. Me di cuenta de que había sido una tontería incluso planteárselo—. No te preocupes.
Pero mi madre parecía preocupada.
—Es muy importante para ti, ¿verdad? —me preguntó sentándose y acercando una mano a mi pierna.
—Sería increíble ser la única persona que sabe qué sucede aparte de él —le contesté.
—Sería increíble —me dijo—. Hablaré con tu padre.
—No, no hables con él —le dije—. En serio. No gastéis dinero en esto, por favor. Ya se me ocurrirá algo.
De pronto pensé que la razón por la que mis padres no tenían dinero era yo. Había dilapidado los ahorros de la familia con el Phalanxifor, y mi madre no podía trabajar porque se dedicaba profesionalmente a merodear a mi alrededor a jornada completa. No quise que se endeudaran todavía más. Le dije a mi madre que quería llamar a Augustus para que saliera de mihabitación, porque no podía soportar su tristeza por no poder cumplir los sueños de su hija. Le leí la carta sin haberle siquiera saludado, al más puro estilo AugustusWaters.
—Uau —dijo.
—Ya sé. ¿Cómo voy a ir a Amsterdam?


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