martes, 29 de julio de 2014

Bajo la misma estrella: Capitulo 6



CAPITULO 6

—¿No te corresponde un deseo? —me preguntó refiriéndose a «los genios», es decir, la Genie Foundation, una organización que se ocupa de financiar un deseo a niños enfermos. 
—No —le respondí—. Ya lo gasté antes del milagro. 
—¿Qué hiciste? 
Suspiré ruidosamente.
—Tenía trece años —le dije.
—No me digas que fuiste a Disney…
No le contesté.
—Dime que no fuiste a Disney World.
No le contesté.
—¡Hazel GRACE! —gritó—. Dime que no gastaste tu único deseo de moribunda en ir a Disney World con tus padres.
—Y al Epcot Center —murmuré.
—Joder —dijo Augustus—. No me puedo creer que esté colado por una tía con deseos tan estereotipados.
—Tenía trece años —repetí.
Por supuesto, lo único que pensaba era «colado, colado, colado, colado, colado». Me sentía halagada, pero cambié de tema inmediatamente.
—¿No tendrías que estar en el instituto?
—Me he saltado la clase para estar con Isaac, pero está durmiendo, así que estoy en el vestíbulo haciendo geometría.
—¿Cómo está? —le pregunté.
—No sé si es que no está preparado para enfrentarse a la gravedad de su discapacidad o si realmente le importa más que lo haya dejado Monica, pero no habla de otra cosa.
—Ya —le dije—. ¿Cuánto tiempo va a quedarse en el hospital?
—Unos días. Luego irá un tiempo a rehabilitación, pero dormirá en su casa, creo.
—Qué mierda.
—Llega su madre. Tengo que irme.
—Bien —le dije.
—Bien —me contestó.
Podía oír su sonrisa torcida.
***
El sábado fui con mis padres al mercado al aire libre de Broad Ripple. Hacía sol, cosa rara en Indiana en el mes de abril, así que todo el mundo iba en manga corta, aunque la temperatura no era para tanto. Los de Indiana somos demasiado optimistas respecto del verano. Mi madre y yo nos sentamos en un banco frente a un puesto de jabones de leche de cabra en el que un hombre con un pantalón de peto explicaba a todo el que pasaba que sí, que las cabras eran suyas, y que no, que el jabón de leche de cabra no huele a cabra. Sonó mi móvil.
—¿Quién te llama? —me preguntó mi madre antes de que hubiera podido verlo.
—No lo sé —le contesté.
Era Gus.
—¿Estás en casa? —me preguntó.
—No —le contesté.
—Era una trampa. Ya sabía que no, porque ahora mismo estoy en tu casa.
—Vaya… Bueno, creo que volvemos ya.
—Genial. Hasta ahora.
***
Augustus Waters estaba sentado en la escalera de la entrada cuando llegamos al camino. Llevaba en la mano un ramo de tulipanes de color naranja que apenas empezaban a abrirse e iba vestido con una camiseta de los Pacers de Indiana y una chaqueta por encima, elección poco habitual en él, aunque le sentaba muy bien. Se levantó y me tendió los tulipanes.
—¿Quieres que vayamos de picnic? —me preguntó.
Asentí mientras cogía las flores.
—¿Es una camiseta de Rik Smits? —le preguntó mi padre.
—Por supuesto.
—Me encantaba ese tío —dijo mi padre.
Se metieron de inmediato en una conversación sobre baloncesto a la que no podía (y no quería) unirme, así que entré en casa a dejar los tulipanes.
—¿Quieres que los ponga en un jarrón? —me preguntó mi madre con una enorme sonrisa en la cara.
—No, déjalo —le conteste
Si los hubiéramos puesto en un jarrón en el comedor, habrían sido flores para todos. Quería que fueran mías. Me metí en mi habitación, pero no me cambié de ropa. Me cepillé el pelo y los dientes, y me di brillo en los labios y un ligero toque de perfume. No dejaba de mirar las flores. Eran de un naranja chillón, casi demasiado anaranjadas para ser bonitas. No tenía ningún jarrón, así que saqué el cepillo de dientes del vaso, lo llené de agua hasta la mitad y dejé las flores allí, en el cuarto de baño.
Cuando volví a mi habitación, los oí hablando, de modo que me senté un rato en el borde de la cama y escuché por el hueco de la puerta.
Mi padre: Así que conociste a Hazel en el grupo de apoyo…
Augustus: Sí, señor. Tienen una casa muy bonita. Me gustan los cuadros.
Mi madre: Gracias, Augustus.
Mi padre: Entonces tú también has tenido…
Augustus: Sí. No me corté la pierna por puro placer, aunque es un método excelente para perder peso. Las piernas pesan mucho…
Mi padre: ¿Y cómo estás ahora?
Augustus: SEC desde hace catorce meses.
Mi madre: Qué bien. Hoy en día hay muchas opciones de tratamiento.
Augustus: Lo sé. Tengo mucha suerte.
Mi padre: Augustus, tienes que entender que Hazel todavía está enferma, y lo seguirá estando el resto de su vida. Querrá seguir tu ritmo, pero sus pulmones…
En ese momento aparecí y mi padre se callo
—¿Adónde vais a ir? —preguntó mi madre.
Augustus se levantó, se inclinó hacia ella y le susurró la respuesta, pero enseguida le colocó un dedo sobre los labios.
—Chist —le dijo—. Es un secreto.
Mi madre sonrió.
—¿Has cogido el móvil? —me preguntó.
Lo alcé para que lo viera, incliné el carro del oxígeno y eché a andar. Augustus llegó corriendo hasta mí para ofrecerme su brazo, que cogí. Rodeé con los dedos su bíceps. Desgraciadamente, se empeñó en conducir para que la sorpresa fuera una sorpresa.
—Mi madre se ha quedado encantada contigo —le dije mientras traqueteábamos hacia nuestro destino.
—Sí, y tu padre es fan de Smits, que algo ayuda. ¿Crees que les gusto?
—Seguro, pero ¿qué importa? Solo son padres.
—Son tus padres —dijo lanzándome una mirada—. Además, me gusta gustar. ¿Es una tontería?
—Bueno, no tienes que correr a abrirme las puertas ni cubrirme de piropospara gustarme.
Pegó un frenazo y salí disparada hacia delante con tanta fuerza que me costaba mucho respirar. Pensé en el escáner. «No te preocupes. Preocuparse es inútil.» Pero me preocupaba.
Íbamos a toda pastilla, dejamos atrás un stop y giramos a la izquierda, hacia el mal llamado Grandview (creo que se ve un camino de cabras, pero nada especialmente bonito). No podía dejar de pensar que aquella dirección llevaba al cementerio. Augustus alargó un brazo hasta la guantera, abrió un paquete de tabaco y sacó un cigarrillo.
—¿Los tiras alguna vez? —le pregunté.
—Una de las muchas ventajas de no fumar es que los paquetes de tabaco duran una eternidad —me contestó—. Este lo tengo desde hace casi un año. Algunos cigarros se rompen por el filtro, pero creo que este paquete fácilmente podría durarme hasta que cumpla dieciocho. —Sujetó el filtro entre los dedos y después se lo llevó a la boca—. Bueno, dime algunas cosas que nunca se ven en Indianápolis.
—A ver… Gente mayor flaca —le contesté
Se rió.
—Bien. Más cosas.
—Pues… playas. Restaurantes familiares. Paisajes.
—Excelentes ejemplos de cosas que no tenemos. Tampoco cultura.
—Sí, estamos algo escasos de cultura —le dije cayendo en la cuenta de adónde me llevaba—. ¿Vamos al museo?
—Por así decirlo.
—Ah, ¿vamos a esa especie de parque?
Gus pareció desanimarse un poco.
—Sí, vamos a esa especie de parque —me dijo—. Lo habías deducido,
¿verda
—¿Deducido el qué?
—Nada.
***
Detrás del museo había un parque con grandes esculturas de varios artistas. Había oído hablar de él, pero nunca había ido. Pasamos el museo y aparcamos justo al lado de un campo de baloncesto con enormes arcos metálicos azules y rojos que representaban el itinerario de un balón en movimiento.
Caminamos al pie de lo que en Indianápolis se considera una colina hacia un claro en el que los niños subían por una enorme escultura con forma de esqueleto. Los huesos eran más o menos del grosor de un cuerpo humano, y elfémur era más largo que yo. Parecía un dibujo infantil de un esqueleto tumbado en el suelo.
Me dolía el hombro. Temía que el cáncer se hubiera extendido desde los pulmones. Imaginaba que el tumor hacía metástasis en mis huesos y me agujereaba el esqueleto como una anguila resbaladiza y malintencionada.
—Funky Bones —me dijo Augustus—, de Joep van Lieshout.
—Suena a holandés.
—Lo es —me contestó Gus—. Como Rik Smits. Y como los tulipanes.
Gus se detuvo en medio del claro, con los huesos justo enfrente de nosotros. Se soltó la mochila de un hombro, y luego del otro. La abrió y sacó una manta naranja, una botella de zumo de naranja y unos sándwiches sin corteza envueltos en film transparent
—¿Qué pasa con tanto naranja? —le pregunté.
No me permitía a mí misma imaginar que todo aquello pudiera conducir a Amsterdam.
—Es el color nacional de Holanda, por supuesto. ¿Recuerdas a Guillermo de Orange y todo eso?
—No entraba para el examen de bachillerato —le contesté sonriendo e intentando contener los nervios.
—¿Un sándwich? —me preguntó.
—A ver si lo adivino… —le dije.
—Queso holandés. Y tomate. Los tomates son de México. Lo siento.
—Siempre lo fastidias todo, Augustus. ¿No podrías al menos haber comprado tomates naranjas?
Se rió. Nos comimos los sándwiches en silencio, observando a los niños que jugaban en la escultura. No podía preguntarle más, de modo que me limité a quedarme allí sentada, rodeada de cosas holandesas y sintiéndome torpe e ilusionada. A cierta distancia, bañados en una luz nítida, tan escasa y apreciada en nuestra ciudad, unos niños hacían un esqueleto en un parque infantil y saltaban entre los huesos falsos.
—Me gustan dos cosas de esta escultura —me dijo Augustus.
Sostenía entre los dedos el cigarrillo sin encender y le daba golpecitos, como si quisiera expulsar la ceniza. Volvió a colocárselo en la boca.
—Lo primero, que los huesos están tan separados que, si eres un niño, no puedes resistir la tentación de saltar entre ellos. Tienes que saltar de la caja torácica al cráneo. Y eso significa, en segundo lugar, que la escultura básicamente obliga a los niños a jugar con huesos. Las connotaciones simbólicas son infinitas, Hazel Grace.
—Te encantan los símbolos —le dije con la esperanza de orientar la conversación hacia los símbolos holandeses de nuestro picnic.
—Tienes razón. Seguramente te preguntas por qué estás comiéndote un sándwich de queso malo y bebiéndote un zumo de naranja, y por qué llevo la camiseta de un holandés que jugaba a un deporte que he llegado a odiar.
—Se me ha pasado por la cabeza —le contesté.
—Hazel Grace, como muchos otros niños antes que tú, y te lo digo con todo el cariño, gastaste tu deseo deprisa y corriendo, sin plantearte las consecuencias. La Parca te miraba fijamente, y el miedo a morirte, junto con el deseo todavía en tu proverbial bolsillo, sin haberlo utilizado, te hizo precipitarte hacia el primer deseo que se te ocurrió, y, como muchos otros, elegiste los placeres fríos y artificiales de un parque temático.
—La verdad es que me lo pasé muy bien en aquel viaje. Vi a Goofy y a Minnie…
—¡Estoy en mitad de un discurso! Lo he escrito y me lo he aprendido de memoria, así que si me interrumpes, seguro que la cago —me cortó Augustus—. Te pido que te comas tu sándwich y que me escuches.
El sándwich estaba tan seco que era incomestible, pero aun así sonreí y le di un mordisco.
—Bien, ¿por dónde iba?
—Por los placeres artificiales.
Metió el cigarrillo en el paquete.
—Sí, los placeres fríos y artificiales de un parque temático. Pero permíteme que te diga que los auténticos héroes de la fábrica de los deseos son losjóvenes que esperan, como Vladimir y Estragon esperan a Godot, y las buenas chicas cristianas esperan casarse. Estos jóvenes héroes esperan estoicamente y sin lamentarse a que se presente su verdadero deseo. Es cierto que podría no llegar nunca, pero al menos descansarán en su tumba sabiendo que han hecho su pequeña aportación para preservar la integridad de la idea de deseo. »Pero resulta que quizá el deseo sí se presenta. Quizá descubres que tu único y verdadero deseo es ir a ver al brillante Peter van Houten a su exilio en Amsterdam, y en ese caso sin duda te alegrarás de no haber gastado tu deseo.
Augustus se quedó callado el tiempo suficiente para que imaginara que había terminado su discurso.
—Pero yo sí que gasté mi deseo —le respondí.
—Vaya… —me dijo. Y luego, después de lo que me pareció una pausa calculada, añadió—: Pero yo no he gastado el mío.
—¿En serio?
Me sorprendió que Augustus fuera un candidato a recibir un deseo, porque todavía iba al instituto y su cáncer había remitido hacía un año. Hay que estar muy enfermo para que los genios te concedan un deseo.
—Me lo concedieron a cambio de la pierna —me explicó.
El sol le daba en la cara. Tenía que entrecerrar los ojos para mirarme, lo que le hacía arrugar la nariz. Estaba guapísimo.
—Pero no voy a regalarte mi deseo, no creas. A mí también me interesa conocer a Peter van Houten, y no tendría sentido conocerlo sin la chica que me recomendó su libro.
—Claro que no.
—Así que he hablado con los genios, y están totalmente de acuerdo. Me han dicho que Amsterdam es preciosa a principios de mayo. Me han propuesto que salgamos el 3 de mayo y volvamos el 7.
—¿De verdad, Augustus?
Se acercó, me tocó la mejilla y por un momento pensé que iba a besarme. Me puse tensa y creo que se dio cuenta, porque retiró la mano.
—Augustus, no tienes que hacerlo, de verdad.
—Claro que lo haré —me contestó—. He encontrado mi deseo.
—Eres el mejor —le dije.
—Apuesto a que se lo dices a todos los chicos que te financian los viajes internacionales —me contestó.

Cuando llegué a casa, mi madre estaba doblándome la ropa limpia mientrasveía un magazín en la tele. Le conté que los tulipanes, el artista holandés y todo lo demás eran porque Augustus iba a utilizar su deseo para llevarme a Amsterdam. 
—Es demasiado —dijo sacudiendo la cabeza—. No podemos aceptar algo así de alguien que es prácticamente un extraño. 
—No es un extraño. Es mi segundo mejor amigo.
—¿Después de Kaitlyn?
—Después de ti —le contesté.
Era verdad, pero lo dije sobre todo porque quería ir a Amsterdam.
—Lo consultaré con la doctora Maria —respondió por fin.
***
La doctora Maria dijo que no podía ir a Amsterdam si no me acompañaba un adulto que conociera muy bien mi caso, lo que más o menos significaba que o bien mi madre o bien ella misma. (Mi padre entendía mi cáncer como yo, es decir, de la forma vaga e incompleta en que se entienden los circuitos eléctricos y las mareas. Pero mi madre sabía más sobre los carcinomas de tiroides en adolescentes que la mayoría de los oncólogos.)
—Pues vienes conmigo —le dije—. Los genios lo pagarán. Están forrados.
—¿Y tu padre? —me preguntó—. Nos echará de menos. No sería justo, pero él no puede dejar el trabajo.
—¿Estás de broma? ¿No crees que a papá le encantará pasar unos días viendo programas que no sean realities para ser modelo, pidiendo pizza cada noche y utilizando servilletas de papel en lugar de platos para no tener que fregarlos?
Mi madre se rió. Al final empezó a entusiasmarse y a anotar en la agenda de su teléfono todo lo que tenía que hacer. Tendría que llamar a los padres de Gus, hablar con los genios sobre mis necesidades médicas y preguntarles si habían reservado ya el hotel, buscar las mejores guías, investigar un poco, ya que solo teníamos tres días, y muchas cosas más. Me dolía un poco la cabeza, así que me tomé un par de ibuprofenos y decidí hacer una siesta. Acabé simplemente tumbada en la cama recreando el picnic con Augustus. No podía dejar de pensar en el instante en que me puse tensa porque me tocó. De alguna manera, sentí extraño aquel gesto de ternura. Pensaba que quizá había sido por cómo Augustus lo había organizado todo. Había estado genial, pero en el picnic todo era excesivo, empezando por los sándwiches, que tendrían connotaciones metafóricas, pero estaban malísimos, y el discurso memorizado, que impidió que charláramos. Era todo muy novelesco, pero nada romántico.
Aunque la verdad es que nunca había deseado que me besara, al menos no como se supone que se desean estas cosas. Bueno, era guapísimo y me atraía, pero pensaba en él en estos términos, como las colegialas de mi ciudad. Aunque el hecho de que me tocara, de que se decidiera a tocarme… había sido un error.
Entonces me descubrí a mí misma pensando si debería haberme enrollado con él para ir a Amsterdam, que no es el pensamiento más agradable, porque: a) no debería haberme preguntado siquiera si quería besarlo, y b) besar a alguien para poder hacer un viaje gratis está peligrosamente cerca del puterío total, y tengo que confesar que, aunque no me consideraba una persona especialmente buena, nunca pensé que mi primera relación sexual pudiera tener algo que ver con la prostitución.
Aunque lo cierto es que Augustus no había intentado besarme. Solo me había tocado la cara, un gesto que ni siquiera es sexual. No fue un gesto paraponerme cachonda, pero sin duda sí que fue calculado, porque Augustus Waters no era de los que improvisaban. ¿Qué había querido darme a entender? ¿Y por qué yo no había querido aceptarlo?
Llegado este punto, me di cuenta de que estaba haciendo lo mismo que Kaitlyn, así que decidí mandarle un mensaje para pedirle consejo. Me llamó inmediatamente.
—Tengo problemas con un chico —le dije.
—FANTÁSTICO —me respondió Kaitlyn.
Le conté toda la historia, incluso que me había sentido incómoda cuando me había tocado la cara. Solo me callé lo de Amsterdam y el nombre de Augustus.
—¿Estás segura de que está bueno? —me preguntó cuando hube terminado.
—Totalmente segura —le respondí.
—¿Está cachas?
—Sí, jugaba al baloncesto en el North Central.
—¡Uau! —exclamó Kaitlyn—. Solo por curiosidad: ¿cuántas piernas tiene el chaval?
—Más o menos, una coma cuatro —le contesté sonriendo.
En Indiana los jugadores de baloncesto eran conocidos, y aunque Kaitlyn no había ido al North Central, su vida social era infinita.
—Augustus Waters —me dijo.
—Puede ser…
—¡Madre mía! Lo he visto en varias fiestas. Me lo comería entero. Bueno, ahora que sé que te interesa, no, pero, ¡virgen del amor hermoso!, daría veinte vueltas al corral montada en ese poni de una pierna.
—Kaitlyn —le dije.
—Perdona. ¿Crees que deberías montarlo tú?
—Kaitlyn —repetí.
—¿De qué estábamos hablando? Sí, de ti y de Augustus Waters. ¿No serás… lesbiana?
—No creo. Mira, estoy segura de que me gusta.
—¿Tiene las manos feas? Algunas veces los guapos tienen las manos feas.
—No. Tiene unas manos preciosas.
—Hummm… —dijo Kaitlyn.
—Hummm… —dije yo.
Nos quedamos un instante en silencio.
—¿Te acuerdas de Derek? —me preguntó de pronto Kaitlyn—. Rompió conmigo la semana pasada porque llegó a la conclusión de que en el fondo éramos totalmente incompatibles y de que, si seguíamos, solo conseguiríamos hacernos más daño. Lo llamó «corte preventivo». Quizá presientes que sois básicamente incompatibles y estás previniendo la prevención.
—Hummm… —dije.
—Solo estoy pensando en voz alta.
—Siento lo de Derek.
—Bah, ya lo he superado. Me bastó con una caja de galletas de chocolate y menta, y cuarenta minutos para superar a ese chico.
Me reí.
—Gracias, Kaitlyn.
—Si al final te enrollas con él, espero que me cuentes todos los detalles lascivos.
—Pues claro —le respondí.
Kaitlyn me mandó un sonoro beso desde el otro lado del teléfono. Me despedí de ella y colgó.
***
Mientras escuchaba a Kaitlyn me di cuenta de que no tenía la premonición de que acabaría haciéndole daño. Lo que tenía era una «posmonición». Saqué mi portátil y busqué a Caroline Mathers. El parecido físico conmigo era impresionante: la misma cara redonda, la misma nariz y casi el mismo cuerpo. Pero tenía los ojos castaños (los míos son verdes) y era mucho más morena de piel, italiana o algo así. Miles de personas —literalmente miles— habían dejado mensajes de pésame en su muro. Había una pantalla infinita de gente que la echaba de menos, tanta que tardé una hora en pasar de los posts que decían «Lamento mucho que hayas muerto» a los que decían «Rezo por ti». Había muerto hacía un año de cáncer cerebral. Pude abrir varias fotos suyas. Augustus aparecía en muchas de las primeras: señalando con los pulgares la cicatriz que rodeaba el cráneo calvo de la chica, cogidos de la mano y de espaldas a la cámara en el patio del Memorial y besándose mientras Caroline sujetaba la cámara, de modo que solo se les veían la nariz y los ojos cerrados. Las últimas fotos eran todas de antes, de cuando Caroline estaba sana, y las habían colgado sus amigos después de que muriera. Era una chica guapa, de anchas caderas y curvas, con el pelo largo y liso de color negro azabache cayéndole sobre la cara. Cuando yo estaba sana, apenas me parecía a ella, pero con cáncer podríamos haber sido hermanas. No era raro que se fijara en mí en cuanto me vio. Volví al muro y leí un post que había escrito un amigo suyo hacía dos meses, nueve después de su muerte. «Todos te echamos mucho de menos. No te olvidamos. Es como si hubiéramos salido todos heridos de tu batalla, Caroline. Te echo de menos. Te quiero.» Al rato, mis padres me avisaron de que la cena estaba lista. Apagué elordenador y me levanté, pero no podía quitarme el post de la cabeza, y por alguna razón me puse nerviosa y se me quitó el hambre. No dejaba de pensar en el hombro, que me dolía, y también seguía doliéndome la cabeza, pero quizá era porque había estado pensando en una chica que había muerto de cáncer cerebral. Me repetía una y otra vez que no debía mezclar las cosas, que ahora estaba allí, en aquella mesa redonda (seguramente demasiado grande para tres personas, y sin la menor duda para dos), con aquel brócoli pasado y una hamburguesa de judías negras que todo el kétchup del mundo no podría humedecer mínimamente. Me decía a mí misma que imaginar que tenía un tumor en el cerebro o en el hombro no iba a afectar a la invisible realidad de lo que sucedía dentro de mí, y que por lo tanto todos aquellos pensamientos eran momentos perdidos en una vida que, por definición, está formada por una cantidad finita de momentos. Incluso intenté decirme a mí misma que aquel sería el mejor día de mi vida. La mayor parte del tiempo no llegaba a entender por qué el hecho de que un extraño hubiera escrito en internet a una chica también extraña (y muerta) me molestaba tanto y me hacía preocuparme de que tuviera algo en el cerebro, que realmente me dolía, aunque sabía por años de experiencia que el dolor no es un elemento de diagnóstico contundente. Como aquel día no había habido un terremoto en Papúa Nueva Guinea, mis padres se centraron en mí, así que no pude ocultar mi evidente angustia.
—¿Va todo bien? —me preguntó mi madre mientras comía.
—Ajá —le contesté.
Cogí un trozo de hamburguesa y me la tragué. Intenté decir algo que diría una persona normal cuyo cerebro no estuviera sumido en el pánico

—¿Las hamburguesas llevan brócoli? 
—Un poco —me respondió mi padre—. Qué emocionante que puedas ir a Amsterdam… 
—Sí —le dije. 
Intenté no pensar en la palabra «heridos», lo que, por supuesto, es una manera de pensar en ella.
—Hazel —me dijo mi madre—, ¿estás en la luna?
—No, estoy pensando, supongo —le contesté.
—Estás enamorada —dijo mi padre sonriendo.
—No soy una pardilla, y no estoy enamorada ni de Gus Waters ni de nadie
—le contesté demasiado a la defensiva.
«Heridos.» Como si Caroline Mathers hubiera sido una bomba y, cuando explotó, a todos los que la rodeaban se les hubiera incrustado metralla. Mi padre me preguntó si tenía trabajo para la facultad.
—Tengo unos ejercicios muy complicados de álgebra —le contesté—. Tan complicados que no podría explicar de qué van a alguien que no tiene ni idea.
—¿Y cómo está tu amigo Isaac?
—Ciego —respondí.
—Hoy estás de lo más adolescente —me dijo mi madre un poco molesta.
—¿No es lo que querías, mamá? ¿Que fuera una adolescente?
—Bueno, no necesariamente este tipo de adolescente, pero por supuesto tu padre y yo estamos muy contentos de ver que te conviertes en una jovencita, haces amigos y sales con chicos.
—No salgo con chicos —le contesté—. No quiero salir con nadie. Es una pésima idea, una pérdida de tiempo total y…
—Cariño —me interrumpió mi madre—, ¿qué te pasa?
—Que soy como… como una granada, mamá. Soy una granada, y en algún momento explotaré, así que me gustaría que hubiera el menor número devíctimas posible, ¿vale?
Mi padre ladeó un poco la cabeza, como un perro al que acaban de reñir.
—Soy una granada —repetí—. Lo único que quiero es mantenerme alejada de la gente, leer libros, pensar y estar con vosotros, porque a vosotros no puedo evitar haceros daño. Estáis demasiado involucrados. Así que dejadme hacerlo, por favor, ¿vale? No estoy deprimida. No necesito salir más. Y no puedo ser una adolescente normal, porque soy una granada.
—Hazel… —dijo mi padre.
Y de repente se quedó sin habla. Mi padre lloraba mucho.
—Me voy a mi habitación a leer un rato, ¿vale? Estoy bien. De verdad, estoy bien. Solo quiero ir a leer un rato.
Intenté leer la novela que me habían pedido en la facultad, pero vivíamos en una casa de paredes dramáticamente finas, así que oía casi toda la conversación que mantenían mis padres entre susurros. Mi padre decía: «Me mata», y mi madre le respondía: «Eso es precisamente lo que no tiene que oírte decir», y mi padre decía: «Lo siento, pero…», y mi madre replicaba: «¿No estás contento?», y él respondía: «Pues claro que estoy contento». Seguí intentando meterme en la novela, pero no podía dejar de escucharlos.
Encendí el ordenador para escuchar un poco de música, y mientras sonaba el grupo preferido de Augustus, The Hectic Glow, volví a las páginas que rendían homenaje a Caroline Mathers y leí lo heroicamente que había luchado, lo mucho que la echaban de menos, que se había ido a un lugar mejor, que viviría siempre en el recuerdo de los que la querían y que todos los que la conocían —todos— se habían quedado hundidos por su marcha.
Quizá se suponía que tenía que odiar a Caroline Mathers, porque había estado con Augustus, pero no la odiaba. No podía hacerme una idea demasiado clara de ella a partir de todos aquellos mensajes, pero no parecía haber mucho que odiar. Parecía más bien una enferma profesional, como yo, lo que hizo que me preocupara el hecho de que cuando yo muriera solo pudieran decir de mí que había luchado heroicamente, como si lo único que hubiera hecho en mi vida hubiera sido tener cáncer.
En cualquier caso, al final empecé a leer las breves notas de Caroline Mathers, aunque en realidad casi todas las habían escrito sus padres, porque supongo que su cáncer cerebral era de esos que hacen que dejes de ser tú antes de quitarte la vida.
Eran notas del tipo: «Caroline sigue teniendo problemas de conducta. Se enfrenta a la rabia y la frustración de no poder hablar (también a nosotros nos frustran estas cosas, por supuesto, pero nosotros disponemos de más maneras socialmente aceptables de manejar la rabia). A Gus le ha dado por llamar a Caroline EL INCREÍBLE HULK, de lo que se han hecho eco los médicos. No es fácil para ninguno de nosotros, pero cada uno proyecta su sentido del humor donde puede. Esperamos volver a casa el jueves. Ya os contaremos…». No será necesario que diga que no volvió a casa el jueves.
***
Por supuesto que me puse tensa cuando me tocó. Estar con él suponía inevitablemente hacerle daño. Y eso fue lo que sentí cuando se acercó a mí, como si estuviera ejerciendo violencia sobre él, porque la ejercía. Decidí mandarle un mensaje. Quería evitar hablar con él sobre el tema.
No doy por hecho que tú quieras, pero yo no puedo. causarte. Quizá no lo entiendes.
Hola, en fin, no sé si lo entenderás, pero no puedo besarte ni nada de eso. Cuando intento mirarte en ese sentido, solo veo los problemas que voy aEn fin, lo siento.
Me respondió a los pocos minutos:
Bien.
Le contesté.
Bien.
Me respondió:
¡Joder, deja de coquetear conmigo!
Me limité a escribir:
Bien.
Mi teléfono zumbó al momento.
Era broma, Hazel Grace. Lo entiendo. (Pero los dos sabemos que bien es una palabra para ligar. Bien REBOSA sensualidad.)
Estuve tentada de volver a responderle «Bien», pero me lo imaginé en mi funeral, y eso me ayudó a escribir lo que debía.
Lo siento.
***
Intenté dormir con los auriculares puestos, pero al rato entraron mis padres. Mi madre cogió a Bluie del estante y lo estrechó contra su estómago, y mipadre se sentó en mi silla y me dijo sin llorar:
—No eres una granada. Para nosotros, no. Nos da mucha pena pensar que puedes morirte, Hazel, pero no eres una granada. Eres fantástica. Tú no puedessaberlo, cariño, porque nunca has tenido una hija que se haya convertido en una brillante lectora a la que además le interesan los espantosos realities de la tele, pero la alegría que nos das es mucho mayor que la tristeza que sentimos por tu enfermedad.
—Vale —le contesté.
—En serio —siguió diciendo mi padre—. No te engañaría en estas cosas. Si dieras más problemas que alegrías, sencillamente te echaríamos a la calle.
—No somos unos sentimentales —añadió mi madre con cara inexpresiva—. Te dejaríamos en un orfanato con una nota pegada al pijama.
Me reí.
—No tienes que ir al grupo de apoyo —me dijo mi madre—. No tienes que hacer nada, aparte de ir a la facultad.
Me tendió el oso.
—Creo que Bluie puede dormir en la estantería esta noche —le dije—. Permíteme que te recuerde que tengo más de la mitad de treinta y tres años.
—Duerme con él esta noche —me dijo.
—Mamá —protesté—Se siente solo —insistió.
—¡Dios, mamá! —exclamé.
Pero cogí al idiota de Bluie y lo abracé mientras me dormía. De hecho, todavía tenía un brazo encima de Bluie cuando me desperté, poco después de las cuatro de la madrugada, con un apocalíptico dolor surgiendo de lo más recóndito de mi cerebro.

1 comentario:

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    Todos los niños de todo el mundo, sin importar de dónde vengan, tienen
    los derechos a la educación, los derechos a la salud, los derechos a la dieta nutritiva,
    derechos al agua, derechos a la atención y todos los demás derechos asociados a
    humano. Los niños que tienen acceso a sus derechos crecen como
    individuo independiente que puede romper el ciclo de la pobreza sea
    facultados para tomar su futuro en sus propias manos y jugar un activo
    parte en darle forma.

    El Fondo Mundial para la Infancia (GFC) invierte en capitalización
    organizaciones que brindan servicios críticos a niños vulnerables.
    El Fondo encuentra y apoya organizaciones de base en todo el mundo para
    transformar las vidas de los niños en los bordes de la sociedad - traficado
    niños, refugiados, niños trabajadores, y ayudarlos a recuperar sus derechos
    y persigue sus sueños El objetivo principal del Fondo es invertir temprano,
    ayudar a las organizaciones asociadas a aumentar la capacidad y dejarlas
    más grande y más fuerte que antes. También proporciona administración
    asistencia, desarrollo de capacidades, oportunidades de trabajo en red y
    servicios adicionales de fortalecimiento para el cambio duradero
    Regiones de enfoque;

    Asia oriental y sudoriental, Europa y Eurasia, América Latina y el
    Caribe, Medio Oriente y África del Norte, América del Norte, Asia del Sur,
    y África Subsahariana.

    Su DONACIÓN DE DINERO O REGALOS asegura que los niños que viven en la pobreza
    tener acceso a beneficios que cambian la vida como atención médica, educación
    apoyo, habilidades para la vida y capacitación laboral antes de graduarse.
    Haga una donación a Save the Children hoy, los niños cuentan con usted.crear
    ESPERANZA
    PARA UN NIÑO QUE VIVE EN POBREZA HOY.
    CORREO ELECTRÓNICO; AWESOMEHEALINGPOWER@GMAIL.COM O GRUPO / PÁGINA DE FACEBOOK; AYUDA A UNA FUNDACIÓN DE NIÑOS / ORFANATO

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