jueves, 21 de agosto de 2014

Bajo la misma estrella: Capitulo 11


CAPITULO 10 


Creo que debe haberse quedado dormido. Yo también lo hice, eventualmente, y desperté con el aterrizaje en proceso. Mi boca sabía horrible, y traté de mantenerla cerrada por miedo a envenenar el avión. Miré a Augustus, quien miraba por la ventana, y mientras descendíamos por las nubes, estiré mi espalda para ver los Países Bajos. La ti...erra parecía hundirse en el océano, pequeños rectángulos verdes rodeados por todas partes de canales. Aterrizamos, de hecho, paralelamente a un canal, ya que había dos pistas, una para nosotros y una para el flujo de agua. Luego de tomar nuestras mochilas y equipaje, todos nos apilamos en un taxi conducido por este tipo rechoncho y calvo que hablaba inglés a la perfección, quiero decir, incluso mejor que yo.
—¿El hotel Filosoof? —dije.
Y respondió: —¿Son americanos?
—Sí —dijo mamá—. De Indiana .
—Indiana —dijo—. Roban las tierras de los indios y dejan el nombre, ¿no?
—Algo así —dijo mamá. El taxi salió al tráfico y nos dirigimos a una avenida con muchos signos azules con vocales dobles: Oosthuizen, Haarlem. Al lado de la avenida, tierra chata se estiraba por kilómetros, interrumpida por ocasionales cuarteles gigantes corporativos. En poco, Holanda se empezó a ver como Indianápolis, sólo que con autos más pequeños.
—¿Esto es Ámsterdam?—pregunté al conductor.
—Sí y no —respondió—. Ámsterdam es como los anillos de un árbol: Se hace más viejo a medida que te acercas al centro.
Sucedió todo al mismo tiempo: Salimos de la autopista y vi las casas de mi imaginación inclinándose precariamente hacia los canales, bicicletas y cafés publicitando SALONES GRANDES PARA FUMADORES. Conducimos sobre un canal por un puente y pude ver docenas de casas flotantes en el agua. No se veía para nada como América. Se veía como una pintura antigua, pero real, todo dolorosamente idílico en la luz matutina, y pensé en cuán maravillosamente extraño sería vivir en un lugar donde casi todo había sido construido por muertos.
—¿Estás casas son muy antiguas? —le pregunté a mi mamá. —Muchas de las casas del canal datan de la edad Dorada, en el siglo 17 —dijo él—. Nuestra ciudad tiene una rica historia, aunque muchos clientes solo quieran ver el Distrito de la luz roja —se pausó—. Algunos turistas piensan que Ámsterdam es la ciudad del pecado, pero la verdad es que es la ciudad de la libertad. Y en la libertad, la mayoría de las personas encuentran el pecado. Todas las habitaciones en el hotel Filosoof estaban nombradas por filósofos: Mamá y yo nos quedábamos en la planta baja en el Kierkegaard, Augustus en el piso de arriba, en el Heidegger. Nuestra habitación era pequeña: Una cama doble apretada contra la pared con mi máquina BiPAP, un concentrador de oxígeno y una docena de tanques de oxígeno recargables al pie de la cama. Pasando el equipamiento, había una vieja silla con un almohadón en el asiento, un escritorio y una biblioteca sobre la cama conteniendo los trabajos de Kierkegaard. En el escritorio encontramos una canasta llena de regalos de los Genies: zapatos de madera, una camiseta naranja de Holanda, chocolates y varios regalitos más. El Filosoof estaba justo junto al Vondelpark, el parque más famoso de Ámsterdam. Mamá quería dar un paseo, pero yo estaba súper cansada, así que encendió el BiPAP y lo puso junto a mí. Odiaba hablar con esa cosa puesta, pero dije: —Solo ve al parque y te llamaré cuando despierte.
—De acuerdo —dijo—. Duerme bien, cariño.

Pero cuando desperté unas horas después, ella estaba sentada en la antigua silla del costado, leyendo una guía turística.
—Buenos días —dije.
—En realidad, buenas tardes —respondió, levantándose de la silla con un suspiro. Vino a la cama, colocó el tanque y lo conectó el tubo mientras apagaba el BiPAP y colocaba los tubitos en mi nariz. Lo puso a 2.5 litros por minutos, seis horas antes de que necesitara un cambio, y luego me levanté.
—¿Cómo te sientes? —preguntó.
—Bien —dije—. Genial. ¿Cómo estuvo el parque?
—No fui. Pero leí todo en la guía —dijo
—Mamá —dije—. No debías quedarte aquí. Se encogió de hombros.
—Lo sé. Quería hacerlo. Me gusta verte dormir.
—Dijo la enredadera —Ella rió, pero aún me sentí mal—. Sólo quiero que te diviertas o lo que sea, ¿sabes?
—De acuerdo. Me divertiré esta noche, ¿bien? Haré cosas alocadas de mamá mientras tú y Augustus salen a cenar.
—¿Sin ti? —pregunté. —Sí, sin mí. De hecho, tienen reservas en un lugar llamado Oranjee —dijo—. La asistente del señor Van Houten lo arregló. Está en este vecindario llamado Jordaan. Muy elegante, según la guía. Hay una estación justo a la vuelta de la esquina. Augustus tiene las direcciones. Pueden comer fuera, ver los botes pasar. Será encantador. Muy romántico.
—Mamá.
—Sólo digo —dijo—. Deberías vestirte. ¿El vestido para verano, quizás?
Uno podría sorprenderse de la locura de la situación: Una madre manda a su hija de dieciséis años sola con un chico de diecisiete en una ciudad extraña conocida por su permisividad. Pero esto, también, era un efecto secundario de morir: No podría correr o bailar o comer comidas ricas en nitrógeno, pero en la ciudad de la libertad, estaba entre sus residentes más liberados. Usé de hecho el vestido para verano estampado azul suelto, hasta la rodilla esta cosa de “por siempre 21”, con calzas y chatitas porque me gustaba estar más baja que él. Pasé al hilarantemente pequeño baño y batalle con mi cabello por un rato hasta que todo se vio en su lugar, como una Natalie Portman del 2000. A las 6 en punto, mediodía en casa, golpearon la puerta.
—¿Hola? —dije a través de la puerta. No había mirilla en las puertas del hotel.
—Bien —respondió Augustus. Podía oír el cigarrillo en su boca. Me miré. El vestido ofrecía más de mi clavícula de lo que Augustus había visto antes. NO era obsceno ni nada, pero era lo más cerca que había estado de mostrar algo de piel (mi madre tenía un dicho para esto con el que yo acordaba: “Los de Lancaster no soportan diafragmas”. Abrí la puerta. Augustus tenía un traje negro, solapas angostas perfectamente hechas, sobre una camisa celeste y una delgada corbata negra. El cigarrillo colgaba del lado no sonriente de su boca.
—Hazel Grace —dijo—. Te ves asombrosa.
—Yo —dije. Seguí pensando en el resto de la oración que saldría de mis cuerdas vocales, pero nada pasó. Finalmente, dije—: Siento que voy muy casual.
—Ah, ¿esta cosa vieja? —dijo sonriéndome.
—Augustus —dijo mi mamá de detrás de mí—, te ves extremadamente apuesto.
—Gracias, señora —dijo. Me ofreció su brazo, lo tomé mirando a mamá.
—Te veo a las once —dijo.
Esperando el tranvía número uno en una ancha calle, le dije a Augustus—: ¿El traje que usas para funerales, supongo?
—En realidad, no —dijo—. Ese traje no es ni de cerca tan lindo como este.
El tren azul y blanco llegó, y Augustus le dio nuestras tarjetas al conductor, quien explicó que teníamos que ponerlas frente al sensor circular. Mientras avanzábamos por el abarrotado tren, un anciano se levantó para dejarnos sentar juntos y traté de decirle que se sentara, pero gesticuló al asiento insistentemente. Pasamos tres paradas, inclinándome sobre Gus para ver por la ventana juntos. Augustus apuntó a los árboles y dijo: —¿Ves eso? Lo hice.
Había álamos alrededor de los canales, y estas semillas volaban de ellos. Pero no parecían semillas. Se veían como pétalos de rosas miniaturizados y desprovistos de color. Estos pétalos pálidos se reunían en el viento como aves, miles de ellas, como una tormenta de nieve primaveral. EL anciano que nos había dado el asiento nos notó mirando y dijo, en inglés.
—Ámsterdam está en primavera. El iepen arroja confeti para recibirla. Cambiamos de tren y luego de cuatro paradas más llegamos a una calle dividida por un bello canal, los reflejos del puente antiguo y las casas pintorescas moviéndose en el agua. Oranjee estaba a pasos de la vía. El restaurante está a un lado de la calle, el exterior en otra, en una plataforma de concreto justo al borde del canal. La anfitriona se levantó mientras Augustus y yo caminábamos hacia ella.
—¿Sr. y Sra. Waters?
—¿Supongo? —dije.
—Su mesa —dijo, gesticulando hacia la calle a una pequeña mesa a centímetros del canal—. El champagne es un regalo.
Gus y yo nos miramos sonriendo. Una vez que cruzamos la calle, me acercó un asiento y me ayudó a acercarme de nuevo a la mesa. Había de hecho dos copas de champagne en nuestra mesa de mantel blanco. La suave brisa del aire se balanceaba magníficamente con el brillo del sol; a un lado de nosotros, los ciclistas pedaleaban, hombres y mujeres bien vestidos camino a casa del trabajo, atractivas chicas rubias sentadas en bicicletas de un amigo, chicos pequeños sin casco saltando en sillas plásticas detrás de sus padres. Y en nuestro otro lado, el agua del canal estaba llena de millones de semillas de confeti. Pequeños botes se alineaban en los bancos de ladrillo, la mitad llenos de lluvia, algunos casi hundiéndose. Un poco más lejos bajando por el canal, podía ver las casas flotantes en puentes, y en la mitad del canal un bote al aire libre, con el fondo plano decorado con sillas de jardín y una radio portátil estaba parado frente a nosotros. Augustus tomó su copa de champagne y la elevó. Tomé la mía, incluso cuando nunca había tomado nada aparte de unos sorbos de la cerveza de papá.
—Bien —dijo.
—Bien —dije, y chocamos las copas. Tomé un sorbo. Las pequeñas burbujas se derritieron en mi boca y viajaron directamente a mi cerebro. Dulce. Vigorizante. Delicioso—. Es realmente bueno —dije—. Nunca había bebido champagne.
Un mesero joven y robusto con pelo rubio y ondulado apareció. Era quizás más alto que Augustus.
—¿Sabes —preguntó con un acento delicioso—, lo que dijo Dom Pérignon después de inventar el champagne?
—¿No? —dije —Llamó a sus compañeros monjes: “Vengan rápido: Estoy saboreando las estrellas”. Bienvenida a Ámsterdam. ¿Les gustaría ver el menú, o pedirán la recomendación del chef? Miré a Augustus y él me miró a mí.
—La recomendación del chef suena maravillosa, pero Hazel es vegetariana. Le mencioné esto a Augustus precisamente una vez, el primer día que nos conocimos.
—Eso no es problema —dijo el mesero.
—Fantástico. ¿Y podría traernos más de esto? —preguntó Gus, del champagne.
—Por supuesto —dijo nuestro mesero—. Hemos embotellado todas las estrellas esta tarde, mis jóvenes amigos. ¡Gah, el confeti23! —dijo, y sacudió ligeramente una semilla de mi hombro descubierto—. No había sido tan malo en muchos años. Está en todas partes. Es realmente molesto. El mesero desapareció. Vimos el confeti caer del cielo, pasando por el suelo en la brisa, y cayendo al canal.
—Es difícil creer que alguien encuentre esto molesto —dijo Augustus después de un rato.
—La gente se acostumbra a la belleza, supongo.
—Yo todavía no me he acostumbrado —respondió, sonriendo. Sentí que me sonrojaba—. Gracias por venir a Ámsterdam —dijo.
—Gracias por dejarme secuestrar tu deseo —dije.
—Gracias por usar ese vestido que es como wow —dijo. Sacudí mi cabeza, tratando de no sonreírle. No quería ser una granada. Pero de nuevo, él sabía lo que estaba haciendo, ¿no? Era su decisión también—. Oye, ¿cómo terminaba el poema? —preguntó. —
¿Qué? —El que me recitaste en el avión.
—Oh ¿Prufrock Termina: “Nos hemos quedado en la cámaras del mar/ Por niñas del mar coronadas con algas rojas y cafés/ Hasta que las voces humanas nos despierten, y nos hundamos”. Augustus sacó un cigarrillo y presionó el filtro contra la mesa.
—Estúpidas voces humanas que siempre arruinan todo. El mesero llegó con dos copas más de champagne y lo que él llamaba “espárragos bélgicos blancos con infusión de lavanda”.
—Tampoco había tomado champagne —dijo Gus después de que se fue—. En caso de que te lo estés preguntando o lo que sea. Tampoco he comido nunca espárragos blancos. Estaba devorando mi primera probada.
—Es increíble, lo prometo. Él tomó una mordida, tragándolo. —Dios. Si los espárragos supieran así todo el tiempo, también sería vegetariano. Algunas personas en un barco de madera laqueada se aproximaron a nosotros por el canal. Uno de ellos, una mujer con cabello rubio y rizado, quizás de treinta, bebió de su cerveza y luego levanto el vaso hacia nosotros gritando algo.
—No hablamos holandés —gritó Gus en respuesta. Uno de los otros gritó la traducción:
—La hermosa pareja es hermosa. La comida estaba tan buena que a medida que pasaba el tiempo, nuestra conversación se centraba más y más en fragmentados cumplidos de su exquisitez.
—Quiero que este risotto de zanahorias de dragón se convierta en una persona para así llevarla a Las Vegas y casarnos.

—Granizado de guisante dulce, ¡eres tan inesperadamente magnífico! Me hubiera gustado estar más hambrienta. Después de los gnocchi de ajo verde con hojas de mostaza roja, el mesero dijo: —Ahora sigue el postre. ¿Quieren más estrellas primero? Sacudí mi cabeza. Dos copas eran suficientes para mí. El champagne no era la excepción de mi alta tolerancia de los aliviadores de...presivos y de dolor; me sentía cálida pero no intoxicada. Pero no quería emborracharme. Noches como ésta no eran muy seguidas, y quería recordarla.
—Mmm —dije después de que el mesero se fuera, y Augustus sonrió torcidamente mientras miraba hacia el canal y yo miraba al cielo. Teníamos mucho que mirar, así que el silencio no se sentía incómodo, pero quería que todo fue ra perfecto, creo, pero parecía como si alguien hubiera tratado de crear el marco de Ámsterdam en mi imaginación, lo que hacía difícil olvidar que esta cena, así como el viaje, era una de las ventajas del cáncer. Solamente quería que habláramos y bromeáramos cómodamente, como lo hacíamos en sillón en casa, pero una tensión se extendía sobre todo.
—No es mi traje de funeral —dijo después de un tiempo—. Cuando me enteré por primera vez que estaba enfermo, quiero decir, me dijeron que tenía ochenta por ciento de posibilidades de curarme. Sé que esas son increíbles estadísticas, pero seguía pensando que si era un juego de la ruleta rusa. Quiero decir, que iba a tener que pasar por un infierno por seis meses o un año y perder mi pierna y luego al final, igual podría no funcionar, ¿sabes?
—Lo sé —dije, aunque no lo hacía, no realmente. Nunca he sido nada más que una terminal; todo mi tratamiento había sido para extender mi tiempo de vida, no para curar mi cáncer. Phalanxifor había introducido una ambigüedad a la historia de mi cáncer, pero era diferente para Augustus: Mi capítulo final estaba escrito en un diagnóstico. Gus, como la mayoría de los sobrevivientes del cáncer, vivían con incertidumbre.
—Cierto —dijo—. Así que pase por toda esta cosa sobre querer estar listo. Compramos una plaza en Crown Hill, y caminaba alrededor con mi papá una vez al día para ver el lugar. Y tenía todo mi funeral planeado y todo, y justo después de la cirugía, le pregunté a mis padres si podía comprarme un traje, como un buen traje, solo por si acaso. De todas maneras, nunca había tenido oportunidad de usarlo. Hasta esta noche.
—Así que es tu traje de muerte.
—Correcto. ¿Tú no tienes uno?
—Sí —dije—. Es un vestido que compré para mi fiesta de cumpleaños a los quince. Pero no lo uso en citas. Sus ojos se iluminaron.
—¿Estamos en una cita? —preguntó. Bajé mi mirada, sintiéndome vergonzosa.
—No lo fuerces.
Ambos estábamos dos realmente llenos, pero el postre, un suculento plato cremoso rodeado de maracuyá, estaba demasiado bueno como para por lo menos no darle una probada, así que nos quedamos un poco más por el postre tratando de que nos diera hambre de nuevo. El sol era como un niño insistente rehusándose a ir a la cama: Eran pasadas las ocho y media y seguía iluminado. De la nada, Augustus preguntó:
—¿Crees en la vida eterna?
—Creo que eterna es un concepto incorrecto —respondí. Sonrió.
—Tú eres un concepto incorrecto.
—Lo sé. Es por eso que estoy siendo sacada de órbita.
—Eso no es gracioso —dijo él, mirando a la calle. Dos chicas pasaron en bicicleta, una de ellas sentada sobre la rueda trasera.
—Vamos —dije—. Fue sólo una broma.
—La idea de ti siendo sacada de órbita no es algo divertido para mí —dijo—. Aunque lo digo en serio: ¿Vida eterna?
—No —le respondí—. Bueno, tal vez no iría con un completo no. ¿Tú?
—Sí —dijo, su voz llena de confianza—. Absolutamente. No como un cielo llenos de unicornios, y viviendo en una mansión hecha de nubes. Pero sí. Creo en Algo con una A mayúscula. Siempre lo he hecho.
—¿De verdad? —pregunté. Estaba sorprendida. Siempre asocié creer en el cielo con, francamente, un tipo de desajuste intelectual. Pero Gus no era tonto.
—Sí —dijo tranquilamente—. Creo en esa línea de Una Aflicción Imperial. “El Sol naciente demasiado brillante y sus ojos están perdidos.” Ese es Dios, creo, el Sol naciente, y la luz es demasiado brillante y sus ojos están perdidos pero no están perdidos. No creo que regresemos para perseguir o confortar a los vivos ni nada de eso, pero sí creo que algo se crea de nosotros. —
Pero le temes al olvido.
—Claro, le temo tremendamente al olvido. Pero, digo, sin querer sonar como mis padres, pero creo que los humanos tienen almas, y creo en la conservación de las almas. El miedo al olvido es otra cosa, miedo de que no sea capaz de dar nada a cambio por mi vida. Si no vives una vida de servicio del bien mayor, tienes al menos que morir una muerte al servicio de un bien mayor, ¿sabes? Y temo que no tenga ni una vida o una muerte que signifique algo. Simplemente sacudí mi cabeza
—¿Qué? —preguntó.
—Tu obsesión con, como, morir por algo o vivir bajo algún gran signo de tu heroísmo o lo que sea. Es sólo raro.
—Todos quieren llevar una vida extraordinaria.
—No todos —dije, incapaz de disfrazar mi molestia.
—¿Estás enojada?
—Es sólo —dije, y no pude terminar mi oración—. Sólo —dije de nuevo. Entre nosotros parpadeaba la vela—. Es realmente cruel de ti decir que las vidas sólo importan si son vividas por algo o si las muertes son por algo. Es algo verdaderamente cruel de decirme. Me sentí como una niña por alguna razón, y tomé una cucharada del postre para hacer parecer como que no era gran cosa para mí.
—Lo siento —dijo él—. No quería decirlo así. Estaba pensando sólo en mí.
—Sí, lo estabas —dije. Estaba demasiado llena para terminar. Me preocupaba que pudiera vomitar, en realidad, porque a menudo vomito después de comer. No es bulimia, solo cáncer. Empujé mi plato de postre hacia Gus, pero el sacudió su cabeza.
—Lo siento —dijo de nuevo, alcanzando mi mano a través de la mesa. Lo deje tomarla—. Podría ser peor, tú sabes.
—¿Cómo? —le pregunté, bromeando.
—Quiero decir, tengo una obra de caligrafía en mi baño que se lee, “Báñate Diariamente en la Comodidad de la Palabra de Dios”, Hazel. Podría ser mucho peor.
—Suena a falta de higiene —le dije. —Podría ser peor.
—Tú podrías ser peor —Sonreí. Realmente le gustaba. Tal vez era una narcisista o algo así, pero cuando comprendí que ese era el momento en Oranjee, me hizo como él aún más. Cuando el camarero apareció para llevarse el postre, dijo:
—Su comida se ha pagado por el Sr. Peter Van Houten.
Augusto sonrió.
—Este sujeto, Peter Van Houten, no es ni la mitad de malo. Caminamos a lo largo del canal cuando oscureció. Una cuadra más adelante de Oranjee, nos detuvimos en un banco de parque rodeado por viejas bicicletas oxidadas, bloqueadas en el organizador de bicicletas y la una a la otra. Nos sentamos cadera a cadera frente al canal, y él puso su brazo a mí alrededor. Pude ver el halo de luz procedente del Red Light District. A pesar de que se trataba del Red Light District, el brillo que venía de arriba era un extraño verde. Me imaginaba a miles de turistas emborrachándose y apedreándose, chocando contra las paredes como en un pinball por las calles estrechas.
—No puedo creer que nos vaya a decir mañana —dije—. Peter Van Houten nos va a decir el famoso final no escrito del mejor libro alguna vez hecho.
—Además, el pagó por nuestra cena —dijo Augustus. —Sigo imaginando que él buscara dispositivos de grabación en cada uno antes de contarnos. Entonces se sentará entre nosotros en el sofá de su sala de estar y susurrará si la madre de Anna se casó con el Hombre Holandés del Tulipán.
—No olvides de Sisyphus, el hámster —añadió Augusto.
—Correcto, y también el destino que le esperaba a Sisyphus, el Hámster —Me incliné hacia delante, para ver en el canal. Había muchos de esos pálidos pétalos de olmo en los canales, era ridículo—. Una secuela solo existirá para nosotros —dije.
—Entonces, ¿cuál es tu conjetura?
—Realmente no lo sé. He ido y venido miles de veces sobre todo eso. Cada vez que lo releo, pienso algo diferente, ¿entiendes? —Él asintió—. ¿Tienes una teoría?
—Sí. No creo que el Hombre Holandés del Tulipán sea un estafador, pero no es tan rico como él los lleva a creer. Y creo que después de la muerte de Anna, su madre va a Holanda con él y piensa que vivirán allí por siempre, pero eso no funciona, porque ella quiere estar donde su hija se encuentre. No me había dado cuenta de que él había pensado tanto en este libro, que Una Aflicción Imperial le importaba a Gus, independientemente de lo que yo le importaba. El agua rodaba tranquilamente en las paredes del canal debajo de nosotros; un grupo de amigos en bicicleta pasaba, gritándose el uno al otro en un rápido, gutural holandés; los barcos más pequeños, no más largos que yo, hundidos por la mitad en el canal; el olor del agua que había estado quieta por demasiado rato; su brazo tirándome hacia él; su verdadera pierna en contra de mi verdadera pierna desde la cintura hasta el pie. Me incliné un poco hacia su cuerpo. Se estremeció. —Lo siento, ¿estás bien? Sopló un si en evidente dolor.
—Lo siento —dije—. Hombro huesudo.
—Está bien —dijo—. Es agradable, en realidad. Nos sentamos ahí por mucho tiempo. Finalmente, su mano abandonó mi hombro y descansó contra la parte posterior del banco del parque. Sobre todo, nos limitamos a mirar el canal. Estaba pensando mucho sobre cómo habían hecho para que este lugar existiera, a pesar de que tendría que estar bajo el agua, y cómo era para la Dr. María una especie de Ámsterdam, una anomalía medio ahogada, y esto me hizo pensar en la muerte. —¿Puedo preguntarte acerca de Caroline Mathers?
—Y dices que no hay otra vida —respondió sin mirarme—. Pero sí, por supuesto. ¿Qué es lo que quieres saber? Quería saber que él estaría bien si yo muriera. No quería ser una granada, una fuerza malévola en la vida de las personas que amaba.
—Sólo, como, que sucedió. Suspiró, exhalando tanto tiempo que a mis pulmones de mierda les parecía que presumía. Hizo aparecer un nuevo cigarrillo en su boca. —Ya sabes, ¿cuánto se juega en el menos que famoso área de recreo del hospital? —Asentí—. Bueno, yo estuve en el Memorial por un par de semanas cuando me quitaron la pierna y todo eso. —Estaba en el quinto piso y tenía una vista del patio de recreo, que siempre estaba, por supuesto, absolutamente desolado. Estaba inundado enteramente en la resonancia metafórica de la vacía área de juegos en el patio del hospital. Pero entonces esa chica comenzó a aparecer sola en el área de juegos, todos los días, meciéndose en el columpio completamente sola, como se ve en una película o algo así. Entonces le pregunté a una de mis mejores enfermeras para que consiguiera el flaco24 de la muchacha, y la enfermera la llevó a una visita, y era Caroline, usé mi intenso carisma para conquistarla —Hizo una pausa, por lo que decidí decir algo. —No eres tan carismático —dije. Él se burló, incrédulo—. Eres más que nada caliente —le expliqué. Rio. —La cosa con la gente muerta —dijo, y luego se detuvo—. Lo que pasa es que suenas como un bastardo si no lo idealizas, pero la verdad es... complicada, supongo. Como, ¿cuándo estas familiarizado con el tropo de la víctima de cáncer, estoica y decidida, que heroicamente lucha contra su cáncer con una fuerza inhumana y nunca se queja o deja de sonreír, incluso en el final, etcétera? —De hecho —dije—. Ellos son de buen corazón y cuyas almas generosas son una Inspiración para Todos Nosotros. ¡Son tan fuertes! ¡Los admiro! —Cierto, pero en realidad, me refiero a un lado de nosotros, obviamente, los niños con cáncer no tienen estadísticamente mayores probabilidades de ser increíbles o compasivos o lo que sea perseverante. Caroline siempre estuvo de mal humor y miserable, pero me gustaba eso. Me gustaba sentir como si me hubiera elegido como la única persona en el mundo a quien no odiaba, y entonces nos pasábamos juntos todo el tiempo, solo molestando a todos, ¿sabes? Molestando a las enfermeras y los otros niños, a nuestras familias y a cualquier otra cosa. Pero no sé si era ella o el tumor. Quiero decir, una de sus enfermeras me dijo una vez que el tipo de tumor de Caroline es conocido entre los tipos médicos como el Tumor Estúpido, ya que sólo te transforma en un monstruo. Así que aquí está la chica que omite un quinto de su cerebro, que acaba de tener una repetición del Tumor Estúpido, y entonces ella no era, ya sabes, el modelo de heroísmo de un estoico niño con cáncer. Ella era… quiero decir, para ser honesto, una perra. Pero no puedes decir eso, porque tenía este tipo de tumor, y también ella está, quiero decir, está muerta, y tenía un montón de razones para ser desagradable, ¿entiendes? Entendía. —Sabes que en Una Aflic c ió n Imp e ria l, cuando Anna camina a través del campo de fútbol para ir a EF25 o lo que sea y ella cae de bruces en la hierba, y ahí es cuando sabe que el cáncer está de vuelta y en su sistema nervioso, y no puede levantarse, y su cara está como una pulgada de la hierba del campo de futbol y ella solo está atrapada allí mirando esta hierba de cerca, notando la forma en que golpea la luz y… no recuerdo la línea, pero es algo como Anna teniendo la revelación Whitmanesque, de que la definición de la humanidad es la oportunidad de maravillarse con la majestuosidad de la creación o lo que sea. ¿Sabes de qué parte hablo? —Conozco esa parte —dije. —Así que después, mientras me estaba eviscerando por la quimioterapia, por alguna razón decidí sentirme muy optimista. No es una cuestión de supervivencia, pero me sentí como Anna lo hace en el libro, ese sentimiento de emoción y gratitud por sólo ser capaz de maravillarse por todo. —Pero, mientras tanto, Caroline se ponía cada día peor. Ella fue a su casa después de un tiempo y hubo momentos en los que pensé que podríamos tener, como, una relación regular, pero no pudimos, en realidad, porque ella no tenía filtro entre lo que pensaba y su discurso, lo que fue triste y desagradable y frecuentemente doloroso. Pero, quiero decir, no puedes
estar con una chica con tumor cerebral. Y yo les gustaba a sus padres, ella tiene este hermano pequeño que es un chico genial. Digo, ¿Cómo voy a estar con ella? Se está murie ndo . —Nos tomó siempre. Tomó casi un año, y fue un año de mí, saliendo con esta chica, quien, como que, acababa de empezar a reír de la nada y señalar mi prótesis y llamarme muñón. —No —dije. —Sí. Me refiero a que, era el tumor. Se comió su cerebro, ¿entiendes? O no era el tumor. No tenía manera de saberlo, porque eran inseparables, ella y el tumor. Pero a medida que se ponía más enferma, digo, ella repetía solamente las mismas historias y se reía de sus propios comentarios, incluso si ya había dicho lo mismo cientos de veces ese día. Así como, hacia la misma broma, una y otra vez, por semanas: “Gus tiene buenas piernas. Quiero decir, pierna”. Entonces se reía como una maniática. —Oh, Gus —dije—. Eso es… —No sabía qué decir. Él no me estaba mirando, y sentía invasivo de mi parte mirarlo. Lo sentí deslizarse hacia delante. Sacó el cigarrillo de su boca y lo observó, rodándolo entre el pulgar y el dedo índice, luego poniéndolo de nuevo. —Bueno —dijo—, para ser justos, te ng o una pierna genial. —Lo siento —dije—. Lo siento mucho. —Todo está bien, Grace Hazel. Pero para ser claros, cuando me pareció ver el fantasma de Caroline Mathers en el grupo de apoyo, no fui enteramente feliz. Estaba mirando fijamente, pero no era anhelo, si sabes a lo que me refiero. —Sacó el paquete de su bolsillo y colocó el cigarrillo en él. —Lo siento —dije de nuevo. —Yo también —dijo. —No quiero volver a hacer que te suceda eso —le dije. —Oh, no me importaría, Grace Hazel. Sería un privilegio para mí tener el corazón roto por ti.

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